No hace mucho tiempo, un
niño de apenas nueve años me declaró que una compañerita de la clase, de apenas
ocho años, le gustaba, y encima de eso el muchachito me pidió un consejo sobre
como lograr que la niña se fijara en él, puesto que dentro de la misma clase
habían dos enamorados más de la misma pequeña y, por supuesto, no quería que le
tomaran ventaja en este caso en particular. No niego que la honestidad y
valentía del muchacho me sorprendió, sin embargo me mostré como si nada fuera
de lo común estuviera sucediendo. Yo hacía como que buscaba unos papeles en el
escritorio, pero realmente estaba atento a lo que David, así se llama el niño,
me expresaba. Fingía estar buscando algo solo para hacerlo sentir relajado y no se replegara ante la menor sospecha de ser
descubierto por todos los muchachos de la clase, pero lo que no era común es que
me confiara sus amorosos e intensos sentimientos por una chica en forma tan abierta y sin
cortapisas. Más me sorprendió cuando, al verme en la búsqueda incesante de
aquellos papeles inexistentes, me cuestionó, “tal parece que no le importa lo
que le estoy diciendo maestro”. Me quedé mudo y de pronto no supe que hacer,
reprimí una carcajada, por aquello tan inusual, para no inhibirlo o hacerlo
sentir mal, retomé la situación y me levanté del sillón dejando de hacer lo que
no hacía, lo tome del hombro y le expresé mi agradecimiento por la confianza
que me tuvo al platicarme de su sentimiento hacia la compañera del salón y de
su, tal vez justificado, temor ante sus adversarios de amores. Enseguida lo
invité a sentarnos juntos y platicar sobre el asunto. Sus ojos no me perdían de
vista, y la atención que me prestaba era de las que simpre deseaba en el curso
de la enseñanza, y que, por cierto, pocas veces se hacía presente, para mi mala suerte. Se
notaba un tanto turbado, pues no era para menos, pero se mantuvo en
posición receptiva. Al verlo así me despertó un sentimiento de ternura, y
momentáneamente me recordé de mis propios enamoramientos a esa edad. Lo miré directamente
a sus azules ojos y le dije solamente que tratara con delicadeza a la que le
estaba ocupando por entero su corazón, que tratara de jugar con ella durante el
recreo y que le hablara de cosas bonitas, como por ejemplo el vuelo de las
mariposas, el canto de los pájaros, los colores y el aroma de las flores, pero me detuvo
abruptamente para decirme, “espere maestro, espere, usted dijo flores, ¿verdad?,
usted dijo flores y creo que ya se lo que debo hacer”, le interrogué acerca de
lo que repentinamente estaba pensando, y con una sonrisa dibujada en su cara
exclamó “¡le regalaré una rosa! Yo creo que una rosa estará bien porque a las
mujeres les gustan las rosas. Mi papá le regala flores a mi mamá cada día de
San Valentín”. Al mismo tiempo que David pareció haber encontrado la solución a
su petición inicial, tuvo que retirarse porque el autobús escolar le esperaba. Se
retiró con una sonrisa amigable dándome las gracias por no sé qué. Después de
ello, el salón quedó en completo silencio, espacio precioso para reflexionar
sobre aquel peculiar evento. Me gozé con aquel sentimiento tan puro, limpio e
ingenuo del chiquillo. También los niños se enamoran, no cabe duda, por
supuesto desde su incipiente capacidad primaria de amar, pero al fin y al cabo con
un sentimiento que brota del corazón e irrumpe en sus tiernas vidas. Esta
eventualidad me hizo el día. Gracias DIOS por recordarme que debo de amar como
un niño, sin tantas alharacas ni cortapisas que lo único que hacen es
ponerles justamente trabas al corazón.
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