lunes, 21 de diciembre de 2015

AMAR EL DOBLE A NUESTROS PADRES EN SU VEJEZ



        Ayer, en un sueño, me observé de noventa años, lo cual me pareció una pesadilla, pero no por la edad que representaba sino por los efectos que la vejez estaba teniendo en el contexto familiar. En dicho sueño, aparecía la mayor parte del tiempo sentado en un sillón mirando pasar los días como una sucesión de tiras entrelazadas unas a otras, algunas de ellas sin sentido. De pronto una de la tiras se enfocaba en mi persona, es decir, alguién se acercaba a mi y platicábamos de todo y de nada a la vez, pero en un corto tiempo, dicha tira se retiraba a su lugar en la secuencia en la que se inscribía y el resto del día era como todos, grises, vegetativos y sin un resquicio de atención y amor. Entonces me preguntaba si valía la pena vivir tantos años de vida, incluso al lado de mi propia familia. En el sueño rememoraba el pasado para encontrar las razones de mi soledad. Tal vez fui un mal padre y ahora mis hijos se la estaban cobrando. Me aterrorizaba pensar que un mal resentimiento de alguno de mis hijos e hijas no los dejáse amarme y ofrecerme la atención que, ahora de viejo, yo necesitaba. Preferí no profundizar en ello, entonces dejé el tema de lado, casi descartado porque temía la respuesta. Todos parecían sonreír a la vida y parecían compartirla, lo cual me parecía muy acertado y saludable, sin embargo, y pese a mis mejores intenciones, yo me sentía excluído, del modo exacto que un macetero en la esquina de la sala al que sólo le ponen agua de vez en cuando. Algunas veces, debo admitirlo, la edad me asustaba y entonces buscaba refugio en el obnubilamiento de mi conciencia, y prefería eso que descubrir las verdaderas caras de mis hijos que me lapidaban su repulsión con un cariño, sin temor a equivocarme, forzado y hasta fingido. Pensé, de pronto, en la gran bendición de Dios por permitirme estar vivo a una edad tan avanzada, no obstante también me parecía que había cierta desgracia en eso, pues solo representaba un estorbo para ellos. Mis sentimientos se sensibilizaron a un punto en que cada gesto y movimiento en mi contra me provocaba un llanto interior del cual únicamente la muerte podría salvarme, pensaba. Algunos días le pedía a Dios que me llamáse a su encuentro de una vez, pues me percataba que nadie quería hacerse cargo de mi persona. El amor por mis hijos era muy grande y hermoso, pero no había, según el sueño, quien lo apreciara y, quizá fuese lo peor, ni a quien le hiciera falta, y a cambio recibía pequeñas sobras de atención, escueto cariño y lacónico afecto. En ocasiones, una llamada de alguno de ellos me levantaba el ánimo; el sólo escuchar la voz de un hijo, cualquiera de ellos, me hacía el día más llevadero, pero el resto de la semana me resultaba tan pesado que mi cuerpo se tambaleaba, y el poco entusiasmo que me quedaba por la vida desaparecía sin dejar rastro alguno. Evidentemente la cercanía a los ochentas no eran los años que yo estaba esperando. Un día me puse pensar seriamente sobre mi futuro, y me dije, “pues qué tal si Dios me dejara con vida hasta los noventa años. Todo mundo se tomaría la foto conmigo, pero después de eso, ¿quién se haría cargo de mi? Sería pues como, ya no una planta en macetero, sino como un cuadro en la pared, pintado e inamovible y al que de vez en cuando lo mirarían inescrupulosamente” En un punto de reflexión, no sé si onírico o en la profundidad del id, me dije a mí mismo, “si Dios me deja más años de vida me hundiré en la inconciencia de la edad, en una especie de Alzheimer voluntariamente forzado para escapar del dolor tan grande de no tener a los que algún día engendré, mucho menos a los hijos de mis hijos, mis nietos queridos” Unas lágrimas rodaron en el sueño, pero cuando desperté mis lágrimas eran reales. Entonces entendí el mensaje de Dios. Y justo he concientizado que, desde ahora en adelante trataré de hablar desde larga distancia, cada vez que pueda, con mi propia madre, quien tiene la dichosa edad de noventa y un años. Gracias Padre por darme la dicha de tener a una madre durante tantos años y de recordarme de llamarla telefónicamente, ya que vive a la distancia pero, no obstante, la siento y la disfruto como si estuviera a mi lado cada vez que converso con ella, y cuánto no daría por tenerla conmigo todo el tiempo. Solo Dios sabe. Así que si tienes alguno de tus padres aún contigo o a los dos, no desaproveches la oportunidad de gozarlos y de darles todo el amor que se merecen. No sea que Dios llame a ese padre primero y sea demasiado tarde para darle el amor y la atención que se mereció, y te quedes con un sentimiento de culpa comprimido en tu corazón por no haberlo hecho en vida. O bien, no sea que te llame a ti, y entonces ¿qué cuentas le rendirás a Dios sobre el trato dado a alguno de tus padres o, inclusive, a los dos? Así que piénsalo muy bien. Vence tus propias cadenas que evitan derramarte de amor por tus padres. Haz a un lado tu propia comodidad para entregarte a ellos; deja de ser egoísta y entrégate del todo a tus viejitos, los que te engendraron y entregaron su vida por ti mal que bien, y sin juzgarlos, mucho menos sojuzgarles por lo indefensos que están ahora, porque solo Dios tiene el privilegio de hacerlo. Sé inteligente, sé amoroso y atento con tus papás porque en esta vida, y en la que nos espera cuando seamos llamados a cuantas por Dios, todo pero TODO se devuelve tarde que temprano, ya sea para disfrutarse si lo que diste fue amor, o para sufrirse si lo que derramaste fue resentimiento, odio e indiferencia.

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