Nadie sabe en profundidad, excepto
Dios, hasta dónde pueden abarcar, por un lado, el exacerbado egoísmo, y por el
otro lado, la altura que el falso orgullo logra puntear, y además, como tercer
bastión de la pérfida personalidad, la aguda y apasionada simulación que una persona
puede reunir. Por supuesto, nadie se mira en este espejo, ni seguramente nadie desearía
ser catalogado en esta malsana categoría. Sin embargo, todos y cada uno de
nosotros poseemos un tanto de egoísmo, orgullo e hipocresía. La diferencia está
en cuánto de aquellos albergamos en nuestro corazón, y qué tanto de estos
elementos nos rebasan en nuestras vidas. Ciertamente solo Dios lo sabe, pero es
inevitable que cuando las características mencionadas se vuelven predominantes
en una persona, sencillamente no se necesita ser un avezado observador para
darse cuenta cuando una persona se derrama de bajeza e infamia. Lo único cierto
en todo esto es que solo Dios puede cambiar a una persona afectada por un
excesivo egoísmo, un orgullo que llega a las nubes , y un adulterado y desleal
corazón.
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