Ayer, en
un sueño, me observé de noventa años, lo cual me pareció una pesadilla, pero no
por la edad que representaba sino por los efectos que la vejez estaba teniendo
en el contexto familiar. En dicho sueño, aparecía la mayor parte del tiempo sentado
en un sillón mirando pasar los días como una sucesión de tiras entrelazadas
unas a otras, algunas de ellas sin sentido. De pronto una de la tiras se
enfocaba en mi persona, es decir, alguién se acercaba a mi y platicábamos de
todo y de nada a la vez, pero en un corto tiempo, dicha tira se retiraba a su
lugar en la secuencia en la que se inscribía y el resto del día era como todos,
grises, vegetativos y sin un resquicio de atención y amor. Entonces me preguntaba
si valía la pena vivir tantos años de vida, incluso al lado de mi propia
familia. En el sueño rememoraba el pasado para encontrar las razones de mi
soledad. Tal vez fui un mal padre y ahora mis hijos se la estaban cobrando. Me
aterrorizaba pensar que un mal resentimiento de alguno de mis hijos e hijas no
los dejáse amarme y ofrecerme la atención que, ahora de viejo, yo necesitaba.
Preferí no profundizar en ello, entonces dejé el tema de lado, casi descartado
porque temía la respuesta. Todos parecían sonreír a la vida y parecían compartirla,
lo cual me parecía muy acertado y saludable, sin embargo, y pese a mis mejores
intenciones, yo me sentía excluído, del modo exacto que un macetero en la
esquina de la sala al que sólo le ponen agua de vez en cuando. Algunas veces, debo
admitirlo, la edad me asustaba y entonces buscaba refugio en el obnubilamiento
de mi conciencia, y prefería eso que descubrir las verdaderas caras de mis
hijos que me lapidaban su repulsión con un cariño, sin temor a equivocarme,
forzado y hasta fingido. Pensé, de pronto, en la gran bendición de Dios por
permitirme estar vivo a una edad tan avanzada, no obstante también me parecía
que había cierta desgracia en eso, pues solo representaba un estorbo para ellos.
Mis sentimientos se sensibilizaron a un punto en que cada gesto y movimiento en
mi contra me provocaba un llanto interior del cual únicamente la muerte podría
salvarme, pensaba. Algunos días le pedía a Dios que me llamáse a su encuentro
de una vez, pues me percataba que nadie quería hacerse cargo de mi persona. El
amor por mis hijos era muy grande y hermoso, pero no había, según el sueño,
quien lo apreciara y, quizá fuese lo peor, ni a quien le hiciera falta, y a
cambio recibía pequeñas sobras de atención, escueto cariño y lacónico afecto. En ocasiones, una llamada de alguno de ellos me levantaba el ánimo; el sólo escuchar
la voz de un hijo, cualquiera de ellos, me hacía el día más llevadero, pero el
resto de la semana me resultaba tan pesado que mi cuerpo se tambaleaba, y el
poco entusiasmo que me quedaba por la vida desaparecía sin dejar rastro alguno.
Evidentemente la cercanía a los ochentas no eran los años que yo estaba esperando. Un día me
puse pensar seriamente sobre mi futuro, y me dije, “pues qué tal si Dios me
dejara con vida hasta los noventa años. Todo mundo se tomaría la foto conmigo,
pero después de eso, ¿quién se haría cargo de mi? Sería pues como, ya no una
planta en macetero, sino como un cuadro en la pared, pintado e inamovible y al
que de vez en cuando lo mirarían inescrupulosamente” En un punto de reflexión,
no sé si onírico o en la profundidad del id, me dije a mí mismo, “si Dios me
deja más años de vida me hundiré en la inconciencia de la edad, en una especie
de Alzheimer voluntariamente forzado para escapar del dolor tan grande de no
tener a los que algún día engendré, mucho menos a los hijos de mis hijos, mis
nietos queridos” Unas lágrimas rodaron en el sueño, pero cuando desperté mis lágrimas
eran reales. Entonces entendí el mensaje de Dios. Y justo he concientizado que,
desde ahora en adelante trataré de hablar desde larga distancia, cada vez que
pueda, con mi propia madre, quien tiene la dichosa edad de noventa y un años.
Gracias Padre por darme la dicha de tener a una madre durante tantos años y de
recordarme de llamarla telefónicamente, ya que vive a la distancia pero, no
obstante, la siento y la disfruto como si estuviera a mi lado cada vez que
converso con ella, y cuánto no daría por tenerla conmigo todo el tiempo. Solo
Dios sabe. Así que si tienes alguno de tus padres aún contigo o a los dos, no
desaproveches la oportunidad de gozarlos y de darles todo el amor que se merecen.
No sea que Dios llame a ese padre primero y sea demasiado tarde para darle el
amor y la atención que se mereció, y te quedes con un sentimiento de culpa
comprimido en tu corazón por no haberlo hecho en vida. O bien, no sea que te
llame a ti, y entonces ¿qué cuentas le rendirás a Dios sobre el trato dado a alguno
de tus padres o, inclusive, a los dos? Así que piénsalo muy bien. Vence tus
propias cadenas que evitan derramarte de amor por tus padres. Haz a un lado tu
propia comodidad para entregarte a ellos; deja de ser egoísta y entrégate del
todo a tus viejitos, los que te engendraron y entregaron su vida por ti mal que
bien, y sin juzgarlos, mucho menos sojuzgarles por lo indefensos que están
ahora, porque solo Dios tiene el privilegio de hacerlo. Sé inteligente, sé amoroso
y atento con tus papás porque en esta vida, y en la que nos espera cuando
seamos llamados a cuantas por Dios, todo pero TODO se devuelve tarde que
temprano, ya sea para disfrutarse si lo que diste fue amor, o para sufrirse si
lo que derramaste fue resentimiento, odio e indiferencia.
lunes, 21 de diciembre de 2015
FELIZ NAVIDAD
¿Feliz Navidad? Pero ¿y desde cuándo
asistes a la misa y cumples con los sacramentos como para suponer que tendrás
una Feliz Navidad? Ciertamente, y no es nada grato recordarte, la navidad no es
lo que te traes entre manos, como por ejemplo el disfrutar de una gran cena,
suculentos platillos y tremendas bebidas para pasarla superbién. Mucho menos
significa que la navidad sea el baile y la música estrilosa que acostumbras cada
año cuando arriba esta celebración. También debo decirte, y duele escucharlo
aunque yo no tengo ningún empacho en expresarlo, pero sí con la cristiana responsabilidad de recordártelo, que
si estás en espera de celebrar la navidad lo primero que deberías hacer es
cuestionarte si realmente tienes en tu corazón a Dios. Si no tienes la certeza
de ello y pluralizas la respuesta, u ofreces una bastante impersonal para así
librarte de una respuesta personal e íntima, entonces la celebración es sobre tu
propia navidad o la navidad de sabe quién más, pero nunca la navidad del Señor.
Así que antes de expresar, y cualquiera lo puede hacer, lo cual es muy válido,
Feliz Navidad, averigua si realmente el adviento ha traído consigo la presencia
del Señor en tu corazón y que realmente la víspera de la celebración será en su
Nombre. De ser así, entonces naturalmente la fiesta cambiará de rumbo y muchas
cosas impresindibles para el “reventón” dejarán de estar presentes porque ya no
tendrán sentido. Pero si es sólo tradición decir ¡Feliz Navidad! y la celebración de algo tan bello es pujantemente una
banalidad expresa, pues entonces esa navidad es de quién sabe quién, pero nunca del
nacimiento del niño Jesús. De este modo, tienes el derecho de decir Feliz
Navidad, pero no será en su Nombre, y bajo esa perspectiva carecerás del
privilegio de sentirla, y así será por lo menos hasta que hagas tu propia conversión
a Cristo Jesús.
domingo, 13 de diciembre de 2015
NI PADRES NI HIJOS A LA PERFECCIÓN
Quizá no seas el mejor padre del mundo, y ¿quién
lo es verdad? Es probable que aún sientas culpa porque no tuviste el tiempo para dedicárselos
con esmero y cariño debido a las largas jornadas de trabajo que te mantenían ocupado,
y solo por ellos, aunque parezca paradójico. A lo mejor, te perdiste de sus
primeras palabras, sus logros en el kínder y en la escuela elemental porque no
estuviste allí o nunca visitáste a sus maestros, y ya sea ello por tu trabajo o
por tu desinterés para ser claros en esto. Tambien es muy probable, y esto porque
nos pasa a la mayoría de los papas del mundo, no les compraste lo que pedían
con insistencia, aquel juguete, aquel aparato o aquella bicicleta. Simplemente
no tenías el dinero, y eso te dolió hasta en lo más recóndito de tu corazón, y
aún te duele de solo recordarlo. Tal vez
eres de los padres que jamás tocaron a sus hijos para reprenderlos, pero ahora
te arrepientes de ello. O lo contrario, en el otro extremo, quizá les pegaste
con tanta saña, de seguro para descargar tus frustaciones personales, y ahora
te sientes con una culpa del tamaño de las Torres Petronas, allá en Malasya. Y
el sentimiento de culpa se eleva más cuando por situaciones de conflicto algunos de tus hijos te lo recuerda, en el
mejor de los casos, o te lo restrega, peor aún, con sobradas razones. Pero, no
te preocupes tanto ni te desalientes si tus motivaciones pasadas y/o presentes
son sanas y están dirigidas con la mejor intención desde lo profundo de tu
corazón. Y te digo lo anterior porque asi como no existe un padre perfecto,
tampoco existe un hijo a la perfección. ¿Acaso hay alguien, en calidad de hijo,
que se autodenomine “perfecto”? Por seguro que nadie levantará la mano para autoafirmarse.
Todos y cada uno de los hijos, por muy buenos y humildes que se consideren, tal
vez hijos modelos que sus padres no pierden oportunidad de presumirlos ante
otros menos afortunados, y que todo padre desearía tener, tremendos muchachos y
muchachas de bien y para bien, pero una cosa si te digo: ese hijo(a) te ha
fallado alguna vez, consiente o inconciente, voluntaria o involuntariamnete ,
pero seguramente lo ha hecho, y me atrevo a decir que lo seguirá haciendo. ¿Por
qué? Por la misma razón por la que tú y yo fallamos como padres, porque somos
seres humanos. Lo único que nos salva de morir alienados y con la vergüenza en
la cara es cuando pedimos perdón y nos arrepentimos de verdad ante el Señor. La
clave no es fallar si en tu corazón , en tu mente y en tus actitudes esta la
idea de ser mejor. ¿Puedes imaginar si no fuera así? Pero si reconoces tus fallas
y te postras, ya seas padre o hijo, según el caso, estás haciendo justamente lo
que nos encomienda DIOS, EL PADRE PERFECTO, a través de su hijo CRISTO, el
verdadero HIJO PERFECTO en los cielos y en la tierra. Refugiarse en el Señor y
adoptar sus posturas en la práctica de la vida diaria nos hará, no perfectos,
pero si mucho más auténticos hijos de su presencia. Sé un mejor padre, sé un
mejor hijo, seamos mejores padres e hijos porque la dicha de serlo viene del
cielo.
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