Solo una parte de ti alcanzas a ver en
el espejo de tu espíritu. La otra, es la que otros miran con ojos de censura o
admiración. El todo te resulta en una apreciación vaga, imprecisa y hasta
discontinua de ese ser que portas y que es tan preciado en su escencia, no
obstante escindido por aquellas banalidades del mundo exterior y los propios
fantasmas que subyacen en tu mundo interior. Dejas de ser por entero para
convertirte en alguién cortado en mil pedazos, de múltiples formas y
apariencias, y con variadas adaptaciones cinésicas y corporales, en una suerte de acomodo a cada
exigencia de un mundo que oscila en un vaivén de caprichos superfluos. Una
mirada de aliento, una brisa que roza tu mejilla, el canto de una ave que se
posa en el enramaje de tu desventura, más la inexistencia que por si misma te
persigue con intenciones de envolverte en el olvido pretendiendo anular tu ser,
desaparecerte de la trama existencial, fundirte en el submundo de las almas
masificadas, de aquellas que han perdido su proceso de evolución quedando
cosificadas como piedras inmutables y de corazones anquilosados a merced de la
ignominia. Todo ello llevaría al holocausto de tu ser, si cuando esa mirada
cosquilleante, la brisa maravillosa sobre tu faz y ese canto poético que se
instala en tu corazón no tuviesen el efecto de asombrarte y atraer el espíritu de
amor que llevas muy dentro de ti. Volver a construirte por dentro, y si fuese
necesario desbaratarte para volver armar el rompecabezas de tu ser, una vida
tendrías para entretejerte y reestructurarte, una vida de pasión y gozo, y los
remanentes de iniquidad y vileza, y de toda espuria proyectada por efecto a una
intrascendente exigencia del contexto, serían cosa del pasado, de ese ayer tan
tuyo, pero tan rancio y estropeado, no obstante tan necesario para convertirte
en el nuevo ser que muy al fondo de ti deseas de todo corazón.
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