"Nadie es monedita de oro", es la frase
que le solía escuchar muy a menudo a una
compañera de trabajo cuando recién arribé a los Estados Unidos de América, hace veinte años, que, dicho sea de paso, se me han ido como agua que corre en
el río. Doña Gloria, así se llamaba la compañera, era la jefa de la cocina de un restaurante de comida Tex-Mex, en realidad
una negociación pequeña, pero con mucho éxito puesto que cada día el lugar era
bendecido con una gran cantidad de clientes, en especial anglosajones, los cuales
abarrotaban aquel pequeño lugar, justo a las horas "pico": el «lunch»
durante el mediodía, y el «dinner» durante horas de la tarde, sin llegar a caer
la noche. De cualquier manera, el restaurante siempre tenía clientela, desde que
abría al público a eso de las once de la mañana, hasta las ocho de la noche que era la hora
que cerraba sus puertas. Para doña Gloria, quien llevaba cerca de veinte años
trabajando allí, la numerosa clientela diaria le resultaba, en lo personal, como
una adulación hacia su persona y en su calidad de cocinera. Le encantaba
platicar de sus proezas culinarias, y de como los comenzales (clientes) se enamoraban de sus
platillos maravillosos. Su plática era tan amena que hasta no faltaba quien le bajara al volumen de la
radio, el cual operaba permanentemente desde que entrabamos hasta que salíamos de la negociación, y
siempre en estaciones de música texana-mexicana, ranchera y corridos, con el
objeto de escucharle sus peripecias gastronómicas de las que siempre, debo
reconocerlo, me regocijaba. En una ocasión, un cliente de la raza negra pidió
cuatro docenas de tamales para llevar, algo usual en aquel lugar. Lo inusual fue
que, al cabo de treinta minutos, al hombre negro regresó al restaurante con molestia y enojo. La reprimenda la recibió el «manager» encargado del restaurante, el cual escuchó del
cliente horrores de aquellos tamales que recién había adquirido. Su queja
principal es que los tamales estaban crudos, por un lado, y de que aquellas
cuatro docenas de tamales tenían toda la sal del Océano Pacífico, por el otro
lado. Al cliente se le devolvió su dinero y se le pidió disculpas por el
inconveniente. Por su puesto, el manager del negocio arremetió en contra de doña
Gloria, quién en esos precisos momentos justamente guisaba los chiles de las
próximas tandas de tamales para la venta de la semana entrante. Despues de
escuchar el regaño del manager, Gloria respiró profundo para no caer en
agresiones mutuas con su jefe. Después, ambos conversaron pacíficamente, aunque
con cierta incomodidad de parte de la cocinera estrella del lugar. Viéndose
afectada en su estatus, le alcancé a escuchar, "es que le caigo mal a este
manager. No cabe duda, nadie es monedita de oro".
Recuerdo que en una ocasión el
encargado de lavar los platos, un muchacho hondureño en sus veintes, y el parrillero
del negocio, un mexicano de aproximadamente treinta años, tenían ciertos
problemas para llevarse bien. En ocasiones discutían por casi cualquier cosa, hasta
que un día y en un momento determinado ambos trabajadores llegaron a los
golpes en el exterior de la parte trasera del negocio. Alertada por la situación, doña Gloria salió disparada de la cocina en dirección al patio trasero. Nos gritaba desde el exterior al resto de los que trabajabamos
allí, que separaramos a los dos en disputa, tanto al azteca como al catracho. No
pasó nada realmente. Sólo unos golpes leves y rasguños. Ambos fueron
castigados. Al ratito, pasado el desagradable hecho, doña Gloria, en defensa del
jóven hondureño comentó, "es que nadie es monedita de oro", ese paisano es
como la fregada y no se da a querer. Era tan común escucharle la frase, que
todos los trabajadores la empleábamos en nuestras vidas. Tengo fresca en la memoria las canciones que la radio tocaba cada día de trabajo, no así los nombres de
los cantantes los cuales olvido con suma facilidad. Muchos cantantes texanos
como Emilio Navaira, Selena, entre otros que escapan a mi memoria, los escuchaba
cada día. Selena era una de mis favoritas, pero en los primeros meses del año
1996 ocurrió la desgracia del homicidio de esta cantante, tan famosa en ese
tiempo. Doña Gloria lloró al saber la trágica noticia, y todos allí, sus
compañeros de trabajo, estuvimos para consolarla. "Tan buena que era esa muchacha. A quién
le hacía daño, ¡a nadie,a nadie. Al contrario, era ella pura alegría y
amor, ¿a quién le podría haberle caído mal?" – comentaba doña Gloria con cierta
aflicción debido aquel suceso de repercusión en el mundo misucal. Y prosiguió diciendo -
Pero como siempre digo, nadie es monedita de oro, y esa vieja que la mató la
tendrá que pagar – sentenció la cocinera. Y creo que doña Gloria no se equivocó
en su predicción. Poco tiempo después encontré otro trabajo, y sólo me quedó
el recuerdo de lo que fue el quehacer de la cocina profesional, de las anécdotas
y enseñanzas de doña Gloria y de la grata compañía de mis compañeros. Una
experiencia inolvidable que cada vez que escucho la ancestral frase "nadie es
monedita de oro", evoca una porción de una época de mi vida en los Estados Unidos.
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