Sé que sufres por las nuevas formas que
tu cuerpo adquiere con los años. Sé que te preocupa sobremanera los efectos que
en tu cuerpo se han recargado por los embarazos que, sin embargo, han dado lugar
a esos maravillosos hijos que tienes. Tambien sé que has vivido traumada por la
forma en que tu propio esposo te mira cuando estás en la intimidad junto a él,
y que por tal razón prefieres entregarte entre penumbras para que no caiga en
desencanto o, incluso, por qué no, en insipidez, quizá en desazón, luego, para
desconcierto tuyo, en desamor. Tal vez con desilusión te miras al desnudo de
tus formas corporales y caes en el fatalismo recargado en el tiempo, sí, ese que
nunca se detiene y jamás regresa. En tal circunstancia, el envejecimiento
natural de tu cuerpo te despoja del corazón la sencillez, y la espontaneidad se
aleja de tu cuadrante hasta convertirte en una autómata que solo responde al
son de los estándares de una belleza superflua, por cierto en franca decadencia.
Tu exterior se ha minado, y desde tu pespectiva ya no es la misma de la de hace
algunos años atrás, y hacer el amor se vuelve más un suplicio que un encanto.
Incluso, las penumbras de una noche de amor junto a él, simbolizan la lobreguez
de un día nublado y taciturno, lúgubre e intensamente infeliz. Vagos recuerdos
te asaltan en esa noche de entrega, una de esas entregas marcadas por la
parsimonia y el compromiso, dejando lejos la pasión y el deseo de fundirse en
el otro. Ese amor que alejas cada día por tu comprensión oblicua de la belleza,
atajándole una fecha de expiración por el inexorable paso del tiempo, cuando la
real belleza se encuentra dento de ti, la perenne, la inexorcisable, la que
nunca expira y que se queda contigo hasta el fin de los tiempos.
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