Me preguntaba hasta que
punto hemos sido capaces de faltarles al respeto a nuestros hijos, y si alguna
vez les hemos pedido perdón por ello. No debe causarnos asombro este
cuestionamiento, pues esa es una circunstancia que nos pasa a todos los padres en algún
momento de nuestras vidas con esos bellos hijos nuestros. En cambio, lo que
debe llamar nuestra atención es el grado en que dicha circunstancia se ha
repetido con nuestros hijos a través del tiempo, significando con ello un daño a esos seres que
amamos, a los seres que emanaron de nosotros por la gracia de Dios. Pero, no
obstante, y a pesar de todo lo que ha pasado, quizá solo hemos tenido, hasta
cierto punto, la entereza del daño, pero no la capacidad de solicitar el
perdón, la disculpa con los hijos, o con ese hijo que nos quiebra la cabeza,
para alcanzar la reconciliación esperada y poder vivir en paz con ellos y con
nuestra conciencia en la presencia de Dios. A los ojos de un observador
cualquiera, no se sabe si ellos viven cobijados ya sea, bajo nuestra sombra o
bajo nuestra luz. Si creemos que ellos ya se olvidaron de aquel penoso suceso
que nos envuelve, padre o madre, es pertinente decir que estamos muy equivocados.
Nada en esta vida es tan errado de pensar que las cosas se disolverán por el
paso del tiempo. Los hijos llevan un registro en su corazón de cada suceso
vivido, de cada momento de felicidad y tristeza que han experimentado. Y a nosotros,
por ser sus padres, nos recuerdan cada cosa que les hemos causado, las penas
que hayan vivido por nuestra causa, los sinsabores, además de los momentos de
felicidad. Mas sin embargo, por un evento traumático o desproporcionalmente desagradable
a una vida regular, mil eventos de felicidad dados y ofrecidos con todo el amor
y el cariño parecen desplomarse. Empero como padres, desde el momento
que tenemos el derecho de equivocarnos en nuestros actos y decisiones, nace también
la obligación moral de disculparnos de
frente a nuestros hijos, y de frente para que no quepa duda de nuestro arrepentimiento
por los errores en que hemos incurrido en su desarrollo integral en algún momento
de sus vidas. Y es de ellos el derecho de ser respetados por sus progenitores, acción muchas veces no ejercida por nosotros
los padres que nos perdemos en el orgullo, la jerarquía y la necedad de no
humillarnos frente a un ser de nuestra propia sangre.
No desaprovechemos esa
gran oportunidad de reconocer nuestros errores para con nuestros hijos. Ir a
ellos con amor y humildad, y que nuestra
actitud no se empañe con orgullo falso y sentimiento de superioridad
racionalizado. Que ante la “humillación” (el pedirles perdón con verdadero
arrepentimiento) no se desvanezcan nuestras fuerzas. Pronto realizaremos que esa
postura de verdadero amor nos engrandecerá porque Dios lo ha dicho con
verdadera sabiduría: “Aquel que se engrandece Dios lo humilla, pero aquel que
se humilla Dios lo engrandece” Y ese hijo nuestro que nos ha traído locos, aprendería
una lección de vida, quizá la más importante que le hubiesemos enseñado en
nuestra existencia por ser una verdadera lección de amor que implicaría una
excelsa valentía, un sacrificio monumental en nuestra jerarquía parental y una puñalada
al orgullo que, habiendo posado inamovible
por muchos años en un pedestal de insospechada altura, se habría vuelto añicos para
fortuna nuestra y la de ellos mismos.
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