Seguramente estarás preocupada
porque tus hijos, ahora que ya han crecido, no responden a la medida de tus
gustos y calificaciones. Casi con certeza puedo decir que la inquietud más
grande que traes en tu corazón es la de no saber lo que tus hijos hacen en sus
tiempos de privacía, en los riesgos que atraviésan en las relaciones con el
sexo opuesto, en especial si son muy jóvenes y aun no han llegado a la edad
adulta. Pero aunque tuvieras hijos que se pasearan en los albores de la adultez,
pudieras estar experimentando la mayor inquietud acerca de los actos y decisiones
que toman para sí. Sin duda lo anterior representa uno de los temores
generalizados a todo padre de familia en relación al comportamiento,
personalidad y determinaciones que los hijos asumen en sus vidas en la
adolescencia y adultez temprana. Vale decir que ni hay padres modelo ni padres
perfectos que pudieran decir ni sentir lo contrario, lo que significa que todos
y cada uno de los seres humanos en calidad de padres llegamos a sentir estas
inquietudes e incertidumbres en algún momento de nuestras vidas con nuestros
hijos. Pero entonces, ¿cómo debemos proceder para encarar nuestras propias
inseguridades, divergencias, y hasta esos posibles distanciamientos
comunicacionales con esos seres que amamos con infinita incondicionalidad? En
verdad no hay una fórmula que pueda darnos respuestas certeras a semejante empresa,
mas sin embargo existe un mundo de posibilidades y esperanzas que podemos
emplear de acuerdo a la tesitura de nuestras propias relaciones pasadas y
presentes creadas con nuestros propios hijos, lo cual viene a confirmar que
cada padre en cada hogar tendrá una demanda específica y distinta para hacer
frente a las propias desavenencias, dificultades y disonancias en la estructura
familiar. En concordancia con lo anterior, hay algunos puntos generales que
podemos y debemos observar los cuales se describen a continuación.
En primer lugar, debes estar cierta
en reconocer los fundamentos de la comunicación con tus hijos. Esto se resume
en una pregunta, ¿cuál es la calidad de comunicación que has establecido con
ellos tanto en el pasado como en el presente? Colocarse en un espejo para
mirarse y escudriñarse de cabo a rabo es un desafío mayor, pero es un paso
primordial para encontrar las malas decisiones y actitudes indeseables que han
prevalecido en la relación parental para, básicamente, rectificar el camino. No
hay peor padre que aquel que no reconoce sus propios errores por la sencilla
razón de que esa actitud de insolencia lo lleva a dañar a los que tanto ama.
Sabemos, como ya se ha mencionado anteriormente en esta lectura, que no hay
padres perfectos, pero sabemos también que hay padres que, pese a ello, no
aceptan sus propios errores y no dan marcha atrás aún a pesar de que se saben
inmersos en el error, lo cual hace imposible un cambio en la relación. Este
paso, el de reconocerse en sus errores como padres ante los hijos, es el más
importante, elemental y necesario para lograr siquiera el cambio más mínimo. La
conclusión final de este punto es que, como padres debemos encarar con valor y
responsabilidad nuestras propias fallas; aquellas incompetencias en la crianza,
en especial aquellas que han dañado la relación con los hijos. Una pregunta
final con respecto de este punto es que, ¿colocas a Cristo Jesús como tu
salvador en esta empresa o simplemente dejas los cambios a tus propias y
enteras posibilidades?
En segundo lugar, una vez identificados
y reconocidos los errores, con plena conciencia de ello y del compromiso de
cambiar por siempre las actitudes indeseables por otras de carácter positivo,
entonces estás preparada para despegar y dejar atrás las condicionantes erradas
del pasado. Despegar no es una tarea fácil, mas bien pues representa un punto
cardinal o eje del cambio, la fuerza del espíritu y del corazón, la voluntad
puesta a prueba para soportar un frente de ideas, por un lado, de tu propio
interior, y por el otro lado, las que provengan del contexto las que sin duda
estarán martillándote la conciencia cada día. Quizá por ese cúmulo de fuerzas,
en muchas ocasiones los cambios esperados sólo aparecen a corto plazo y después
desaparecen para volver al mismo camino de antaño en un vaivén interminable. La
fuerza del despegue debe tener una base espiritual; un estricto apego a Cristo
fortalece el ánimo y la motivación para contrarrestar los factores que van en
dirección contraria al crecimiento personal. Resulta que cada vez que intentas
operar un cambio, por ligero que sea, siempre habrá variables que lo
contravengan. De ahí la insistencia en trabajar con apego al Señor. Como padres
hemos tenido nuestra propia educación y con un pasado lleno de
particularidades, a veces no tan favorables para nuestro espíritu. Quizá por
eso, cuando necesitamos operar cambios positivos para reorientar nuestras
actitudes con nuestros propios hijos no encontramos la manera de modificar ese
pasado porque ha quedado allí, clavado, martillado y bien agarrado de nuestras
entrañas. Entonces es cuando decimos que cuando las propias fuerzas son
incompetentes para revertir los desaciertos personales, debemos acudir a los
brazos amorosos de nuestro Padre Celestial, pues para Él no hay imposibles. Por
consiguiente, debes asegurarte sobre tu propia relación con Cristo y llevar
consigo una vida creciente de santificación teniendo un conocimiento claro y
oportuno sobre tu propia naturaleza de espíritu. Nadie más que tú, y por
supuesto Dios, tiene conocimiento de lo que te traes entre manos, lo que hay
detrás del telón. La pregunta obligada en este punto, ¿tus actos y conciencia
reflejan una confianza cada vez mayor de que Cristo es el operador de los
cambios en tu vida, o todavía crees que dichos cambios han venido de tus
propias y finitas posibilidades?
Finalmente, el esfuerzo compartido
de la familia mostrado en una adherencia y apego mayor a los valores cristianos
trae consigo, tarde que temprano, un efecto de santidad. Vivir una vida
sacramentada es vivir una vida ferviente en el Señor, aceptando sus
mandamientos y respetando sus designios. El ejemplo es la clave en este punto.
Si somos padres y exigimos de nuestros hijos las cosas que nos parecen
correctas, pues entonces debemos ser congruentes con nuestras actitudes. No es
nada sencillo para nadie, y debemos reconocer que en algún momento de nuestras
vidas con nuestros hijos, no hemos resultado convergentes entre lo que les
pedimos y lo que nosotros ejemplificamos en calidad de padres católicos. A
veces la distancia es tan grande que los mismos hijos nos desacreditan, y con
sobrada razón.
Concluyendo, tres cosas importantes
en materia de comunicación con nuestros hijos lacónicamente expuestos en este
pasaje. Primero, reconocer nuestros errores de comunicación en relación a sus
vidas. Segundo, enmendarlos y consolidar nuestra relación con Cristo para
suplantar los vacíos creados con su Divina Presencia, y no con nuestros limitados
recursos. Tercera y última, mostrar congruencia y parsimonia en nuestros actos
frente a nuestros hijos. Ciertamente somos sus padres, pero habrá que recordar
que el ejemplo nuestro los convencerá. Las palabras simplemente se las llevará
el primer viento que se atraviése.
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